06 mayo 2009

Tratando de dormir

Hay un punto en la horizontal, la que une los extremos entre el sueño y la vigilia, que es muy dulce a veces. A veces extremadamente dulce. Lo más dulce del día se va moviendo hasta que se para. A veces concentrado en el paladar, a veces entre las piernas, y en ocasiones en el aparato que nos hace dormir. Aquella noche en casa yo estaba cayendo suavemente con todo mi cuerpo pesado, tan dulcemente, ladera abajo, rozando la hierba con el revés de la mano, océano abajo, hacia donde no va llegando la luz y sólo vemos lo que no quiere la cabeza, pero aún así se deja, y suavemente...
Entonces se me abrieron los ojos. Y aunque es cierto que fue sin conflicto, sí se me puso todo de pronto en actitud de telediario. Los cerré de nuevo pero fue en vano: mi cuerpo se había vuelto un envoltorio de piel relleno, respirando bajo el crujiente edredón.
Recordé cuando mis padres me ofrecieron la oportunidad de pasar un verano aprendiendo inglés en Irlanda. Oportunidad que tuve que rechazar, ya que debía quedarme en España bebiendo y poniendo mi cuerpo al sol protegido por una fina capa de CocaCola.
Aquella noche construí Irlanda como lugar ideal para contar ovejas. Montañas verdes infinitas, algunas peladas hasta dejarse ver la roca. El mar al fondo. Elegí una bonita valla rústica, con una altura de un par de travesaños. Le dije a mi rebaño que se pusiera a uno de los lados de la misma.
- Me da igual. Al que queráis.
Las había elegido a todas más o menos iguales. De color claro, el bajo vientre acabado en unas graciosas rastas, la cabeza rapada y esa cara de imbécil a punto de decir al mâitre algo acertado acerca de su sopa o de su suite. De vez en cuando se miraban entre ellas con la solemnidad de un presidente de club de fútbol, y levantaban una ceja (les puse cejas). Eran muy idiotas. Les coloqué un dorsal con un número a cada una para facilitar el recuento.
- A ver, por favor, la que lleve el dorsal con el Uno, he dicho Uno, que salte la primera.
Todas me miraron y levantaron una ceja.
- Ya sé que no podéis ver el vuestro, imbéciles. Digo que la que vea que la de al lado lleva el dorsal con el Uno, que se lo haga saber, si es tan amable, y la del Uno, por favor, que se disponga a saltar la valla. Muchas gracias.
Con la misma prisa con la que una oveja suele hacer estas cosas, todas se miraron con desprecio. La del Uno apareció al fin, al cabo de 45 minutos, con un ataque de pánico escénico.
- Si eres tan amable de saltar la valla que tienes enfrente, podremos empezar con esto y, lo que es más interesante, podremos acabar.
La oveja con el Uno me miró completamente aterrorizada. El resto del rebaño la observaba y murmuraba. Traté de no ponerla más nerviosa:
- ¡Qué!
- (Mst dsn) - murmuró hacia mí la oveja con el Uno.
- Qué.
- ¡Me siento desnuda!
Todo el rebaño empezó a murmurar. Las miré severamente. Me levantaron una ceja. Alargué la mano hasta presionar la luz del despertador: las tres veintiuno. Volví a mirar al rebaño. Miré a la oveja con el Uno, ahora en shock. Me dirigí a todas, alto y claro:
- A ver, vamos a hacer esto divertido. Vamos a poner normas ¿vale? Una norma: mientras una oveja salta, las demás no deben mirarla. ¿Está claro?
El resto del rebaño volvió a murmurar.
- Otra norma más: ¡está prohibido murmurar! ¿De acuerdo?
El rebaño calló y, con movimientos pesados que evidenciaban su desacuerdo, se giraron todas de espaldas a la oveja con el Uno. Con la cifra tres veintiuno en la cabeza, le solicité amablemente:
- Y ahora ¿tendrías la amabilidad de saltar, querida?
- Sí, claro. Oye, gracias po...
- ¡Que saltes, hostia!
La oveja dio un respingo, tomó carrerilla, enfiló la valla, dio un salto, voló y... había calculado mal y sus rodillas dieron contra la madera. Soltó un enorme balido y cayó contra el suelo del mismo lado de la valla. El rebaño se había vuelto a curiosear, y por supuesto estaba murmurando. Yo, viendo a la pobre ovejita del Uno en el suelo, con el trago que acababa de pasar, las dos rodillas rotas, sangrando, mirándome entre agradecida, dolida y avergonzada, recordé el balido y no pude evitar descojonarme. Intenté sentirme culpable pero era una oveja idiota con cejas. Aún así, algo me decía que reír ahora con el estómago a pleno rendimiento no estaba bien. Volví a alargar la mano hacia el despertador: las tres cincuenta. Se me cortó la risa.
Hice venir a un veterinario. Le puse un traje de bombero rosa fucsia, una gran pluma de avestruz verde brillante en el casco y un maletín de plomo macizo. Que se joda. El veterinario vino sudando, casi arrastrándose, y se arrodilló junto a la oveja con el Uno, que temblaba de dolor. Muy afectada, dije:
- ¿Es grave, doctor? Por Dios, haga lo que sea. - ¡¿Y por qué no?! Dormir, lo que es dormir, era una idea que ya había abandonado. La oveja con el Uno me miraba conmovida. Imbéciles.
- Se ha golpeado las dos rodillas. Seguramente al tratar de saltar la valla. Están rotas. – Me miró y negó con la cabeza. La oveja con el Uno captó la cosa.
- Menos mal que tenemos veterinarios-bombero. Si no fuera por ustedes.
- De todas formas le echaré un vistazo.
Al intentar quitarle el dorsal, la oveja dio un respingo. El veterinario hizo un nuevo intento: la oveja temblaba.
- Qué coño pasa ahora – le dije a la oveja con el Uno.
- Me siento desnuda.
- Soy médico.
- Es médico. Venga, deja que te quite eso.
- No.
- Por qué.
- Él no.
- Por qué.
- Él no.
Hice venir a otro veterinario. Éste llevaba pantalones de pana marrón de campana, tutú y una corbata de Hermés. Se arrodilló junto a la oveja e intentó quitarle el dorsal.
- No – dijo la imbécil.
- No qué. Necesitamos el dorsal para saltar la valla. ¿Comprendes, idiota?
- Él no.
La muy idiota me hizo traer a un tercer veterinario, vestido de buzo, con una peineta y joyas carísimas, como por ejemplo, una tiara.
- ¿Qué le parece éste a la señorita?
- No.
Hija de puta. El resto del rebaño empezaba a moverse inquieto y me pareció oír “Este dorsal pica”. Cuando llegó el cuarto veterinario hablé con él aparte. Le pedí que se quitara la peluca Luis XV para que me oyera mejor, ya que iba a hablarle bajito para que la imbécil no nos oyera.
- No debe notar que nuestro objetivo es el dorsal. Distráigala con lo que sea. Es veterinario. Tendrá juguetitos para distraer a los animalitos mientras los mata ¿no? Para que no miren la aguja ¿no? ¿Ha matado animalitos o es usted imbécil?
El veterinario con una mano movía un par de complicadas marionetas tirolesas, a saber, una loba y sus doce lobeznos adosados al mismo mando pero de movimientos independientes y una malvada Caperucita, tras un elaboradísimo teatrillo (con un pie movía la palanca de un organillo), que ya lo hubiera querido la Andrews en cierta secuencia; su otra mano reptaba por la hierba, se colaba entre las complicaciones lanosas de la oveja con el Uno, y llegaba hasta el lacito que sujetaba su dorsal.
- No.
Y no hubo forma. Pero lejos de desmotivarme, pude estudiar los errores, aprender dónde habíamos fallado y diseñar una nueva estrategia y un nuevo veterinario. Lo que pasa es que al final no sé lo que pasó. Creo que me dormí.