06 febrero 2011

La violencia mola


- Esto… - me dijo.

Llevaba una enorme cresta verde y en su nervio óptico sonaban los Toy Dolls. Le miré: sus párpados se recogían confusos detrás de sus ojos redondos de gallina en su cara de plátano. Me miraba fijo y ondulante como un hilo mojado. Me acarició con dos dedos la solapa del traje como cuando alguien te va a decir “esto parece bueno”, pero él sólo repitió balbuceando:
- Esto…
Yo me dejé, ya me daba igual todo. El de la cresta, sin soltarme, elevó sus pies por encima de todos los asistentes a la fiesta y quedó cogido a mí como una bandera a un poste. Se soltó delicadamente y flotó despacio y en espirales llevado por sus pies hacia arriba, hasta lo alto de la carpa que era grande y blanca y cálida y acogedora y con la luz de ya son las seis. Allá abajo, miles de sus amigos íntimos bailaban los temas de cada sábado entre flores de colores suaves y unos delfines le saludaron al pasar y al tocarles su piel sonaba como el flotador con el que aprendió a nadar pero el delfín le miró mal y trató de arrancarle la cabeza y así lo hizo y él se puso triste hasta que la música le recordó que era sábado y se pasó la mano por la cresta y era como acariciar unas tetas y se puso cachondo y quería tocarse pero la música hizo ¡clán! y un empujón y un dolor en el cuello y se vio de nuevo clavado con los pies en el suelo lleno de potas y el dolor y el frío en la espalda y en los ojos fríos en medio de todos esos delfines grises amigos suyos con la cara idéntica y entre ellos reconoció a uno que el sábado pasado le vendió algo que le dio el mismo subidón y delante de él tenía a quién coño era pero no importa, buen rollo: …mola. - Concluyó su voz pero no su boca.
Le repetí la pregunta con la esperanza de una máquina de tabaco: “¿Has visto a mi hermano?”. Su cara no cambió y se desplomó hacia mí. Detrás de él había un tipo enorme que sostenía una silla. Acababa de rompérsela en la cabeza y me miraba. Se sorbió los mocos balanceándose a destiempo respecto a los Toy Dolls mientras se aseguraba de que jamás nos habíamos visto antes. Luego alzó la silla y me golpeó con ella.
En el suelo junto a mi cara estaba el de la cresta con la cabeza partida y el gesto relajado. El de la silla se entretenía con otros.
Hacía más de una hora que había empezado la pelea, yo llevaba quince minutos allí, buscando a mi hermano entre mil quinientos adolescentes puestos hasta el culo de todo y me sangraba la cabeza. Una mano grande me cogió del pelo y me levantó a pulso sin la ayuda del resto de mi cuerpo. Era el de la silla de nuevo. Me miró. Quería comprobar, una vez más, que no me conocía de nada. Cuando estuvo seguro de ello, me lanzó contra un grupo que se peleaba con bates, menos uno, que llevaba una gruesa cadena de acero. Caí encima de dos de ellos. Fue como cuando tiras un caramelo en un hormiguero: las hormigas se revolucionan por un instante; luego, inspeccionan brevemente el nuevo elemento para volver por fin a lo que estaban haciendo, pero con más ganas. Una de las veces que la cadena caía sobre mí, pude pararla con el brazo. Sentí cómo se me partía el hueso por varios sitios y aproveché para preguntar al tipo: “¿Has visto a mi hermano?”.
El de la cadena fue a golpearme más fuerte, mientras un bateador se descojonaba. El resto ya se había aburrido y se ensañaba prendiendo fuego a uno de los laterales de la carpa. Logré esquivar la cadena, arrastrándome y clavándome todo lo que había por el suelo hasta llegar a cobijarme debajo de una mesa. Entonces te vi. Estabas preciosa, sentada con la espalda apoyada en la pata central de plástico de la mesa de plástico, con las bragas de pulsera. Dijiste:
- ¿Tienes fuego?
Lo recuerdo. Me cabreé porque no llevabas mechero. Tú aún no fumabas. Empezaste a fumar después de lo de tu hermano.