20 septiembre 2009

Azul

- Me dijo que me alejara… hasta que las montañas se pusieran de este azul, doctor.
Me mostró una flor marchita. Dejé que pasara un momento en blanco, como siempre, a ver lo que hacía. Pero nos miramos, como siempre. Luego los dos miramos por la ventana de la consulta, a las montañas.
- Pero se ha secado – le dije con toda la suavidad a la que estaba acostumbrada a aquella altura de la charla. – Este azul ya no te sirve.
- Pero él me dio esta flor… y me dijo…
- Ya-no-sir-ve.
Se le empañaron los ojos y sentí mis náuseas, pero al igual que el resto de la gente, no lo notó. La gente es egoísta. El mundo tiene un gran problema de egoísmo. Si ya no puedes agacharte para vaciar tu cesta y poner tu compra en la cinta de la caja, no lo hagas. No vengas a la tienda. ¡No compres más! ¡No comas más! ¡Pero no pongas tu cesta llena encima del montón de las cestas vacías, porque impide que los demás cojamos nuestra cesta!
Mis pacientes son también todos unos egoístas. Pero no los culpo. No los culpo.
- “Cuando la montaña… Cuando al alejarte mires atrás y la montaña se haya puesto de este azul – me volvió a mostrar aquel despojo botánico – estarás cerca y podrás encontrarme”, me dijo. Él me lo dijo. “Podrás encontrarme”.
Se había repuesto, como hacía siempre. Era su ciclo. Todos los pacientes tienen uno. Yo le llamo “avance”, porque han llegado hasta hoy sin pegarse un tiro.
Me incliné sobre la mesa, hacia ella, cruzando las manos sobre el escritorio. Les encanta este gesto, porque sienten por un momento que voy a decirles algo que explica su existencia hasta hoy dando sentido al resto de su vida:
- Mira, nunca encontrarás el lugar. La flor está marchita. El azul ya no es el mismo. No sirve. No puedes calcular la distancia a la montaña. Y no podrás nunca.
Abrí el cajón. Continué:
- Mira esta otra flor. – Su cara se iluminó. Unas lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Mis náuseas aparecieron de nuevo. – Ésta sí tiene el color, señala la distancia, el lugar.
Ella fue a coger la flor. Me la comí. Se le borró la sonrisa. Las lágrimas fueron entonces de rabia. Mi náusea remitió. La observé un momento en silencio a ver qué hacía, pero nos miramos como siempre. Me acomodé en mi silla. Ella respiró sonoramente para retirarme la mirada sin ser derrotada en el juego. Después su cara no sentía nada. Miró por la ventana y arrugó los ojos como si le molestara la luz. Miró las paredes de la consulta deteniéndose en cada uno de mis títulos universitarios, los de postgrado, las menciones honoríficas, un viejo póster de delfines de mi predecesor y una mancha de humedad idéntica a Barry Manilow de perfil. Me pregunto si ella habrá bailado alguna vez Copacabana con alguien. Me pregunto si habrá bailado alguna vez con alguien. Me pregunto si habrá bailado alguna vez.
Dejó de jugar con sus uñas y bajó la cabeza. Un momento más.
- Es la hora. – dije.
Los instantes que pasan mientras la enfermera le acerca el bastón y le ayuda a levantarse y arrastrar sus huesudos pasos hasta la puerta, son para ella frustrantes. Para mí son sencillamente eternos.
Sí, claro que me miró al salir. Como siempre. Y sentí náuseas.

2 comentarios:

Andreilla dijo...

Estupendo... hasta la nausea!.

P.d En estos confines del mundo, no tengo acentos. Sorry!

Darbo dijo...

Qué guay! Qué confines? Fines qué conf? Fong qué wines? Te mandaría unos acentos pero me han dicho que ahora con la crisis mundial es peligroso.