14 febrero 2007

Spiros Focas 3 (Leer antes Spiros Focas 2)

Aquel hijo de la gran perra que lo parió se había escondido debajo del mueble que menos espacio guarda, entre su vieja barriga de cerezo y el suelo, también viejo y de cerezo. Eran casi las cuatro, aún llevaba las manos aceitosas, por culpa del Doctor Batista, que se había llevado su bata para siempre, y no tuvo ni siquiera el detalle de dejar en su lugar, qué se yo, unos pañuelitos de celulosa, un trapo, o quizás otra bata. Así que ahí estaba yo, con mi entonces oronda tripa junto a la del mueble aquel, intentando sacar un ratoncillo de bosque de debajo.
- Sé que estás ahí. Es inútil que finjas.
No contestó. Trece segundos faltaban para las cuatro, el primer paciente estaba a punto de entrar acompañado por la implacable, la exacta, la febril en el mantenimiento de sus férreos horarios, en una palabra: Antonia. Trece segundos. Doce para que el primer paciente me descubriera panza abajo, reptando como una constrictor. Tratando de elegir entre “la postura ortodoxa del médico sobre la silla al entrar”, renunciando a cazar al pequeño hijo de perra; y la postura “doctor, parece una constrictor ¿qué hace ahí si su barriga no es de cerezo viejo? En cualquier caso ¿puede atenderme?”.
- ¿Por qué no iba poder? Dígame qué le pasa.
El primer paciente se llamaba Benito Cerezo, lo que me hizo pensar con deseo en algún tipo de profecía por cumplir. Debo reconocer, que atender a un Benito Ratón Cerezo me hubiera encantado. Y mi mente divagó, y deseó ferviente a un Benito Ratón Hijo de Perra Debajo del Cerezo como primer paciente.
Benito Cerezo se había puesto a mi altura; él no tenía barriga y se tumbó con facilidad en el suelo junto a mi, boca abajo, en atención a mis indicaciones.
- Créame, es mucho más cómodo atenderle así. Aunque he leído su historial (mentira) prefiero escuchar de sus propios labios lo que le pasa. Gracias a mi insondable perspicacia deduje su cojeo al verle andar.
- Todo empezó el otro día, en el cine.
- ¿Algún tipo de Rambo?
- Rambo III. ¿Cómo lo sabe?
- Soy médico. Oiga, ¿no tendrá usted ningún primo o pariente que se apellide Ratón?
- Se lo diré después. Ahora voy a caminar para que me vea y pueda así hacer un diagnóstico. Es lo que me iba a pedir ahora ¿no?
- Claro, claro.
Benito Cerezo (Ratón por mis ganas) dio unos pasos por la consulta. Cojeaba.
- ¿Se fijó en Spiros Focas?
- ¿En los créditos? Sí, claro.
- Bien. Quítese los zapatos… No, sólo el derecho, y démelo.
Estudié bien la suela: era una bota normal. Se volvió a tumbar. Nos quedamos unos minutos en el suelo, mirando cada uno donde quiso. Yo, por ejemplo, reparé en la bata que no estaba del Doctor Batista, médico jubilado desde ayer, una eternidad de aceite en mis manos. Le diré a Antonia que solucione esto como sea. Es una mujer muy imaginativa, pero sólo en las horas programadas para ello.
Al regresar de mis fantasías, hurgué en la suela de la bota y saqué un papel muy, muy doblado, tanto, que se había incrustado en aquella suela. Comencé a desdoblarlo. Al principio parecía un folleto de cualquier cosa; pero comenzó a ser demasiado grande. Cada vez más. Entre Benito Ratón y yo apenas pudimos desplegarlo del todo. Resultó ser enorme, ocupaba toda la consulta ¡era algo de veras grandioso! Escribiré un artículo para la Universal Medicine Review.
Resuelto el problema de la cojera, el primer paciente se fue. Y una idea vino. Rulé de nuevo el papel, pero esta vez en forma de canutillo, y comencé a meterlo debajo del mueble donde estaba ese hijo de puta. El muy cabrón tiraba del extremo, muy fuerte. Por cómo sonaba deduje que se lo estaba comiendo. Cuanto más comía, más grande se hacía el animal.
Hasta que salió. Era un ratón hijo de puta del tamaño de un koatí. Reconozco que tuve miedo. Me miraba a los ojos. Y me dijo:
- No vuelvas a llamarme hijo de puta.

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